
Le miro a los ojos: idénticos a los de mi abuelo. Mismo verde claro misma forma, expresión. De pronto estoy en una casa familiar -yo a punto de salir hacia el aeropuerto, lío de parientes dando vueltas en el living- inclinandome para besar el abuelo y me dice bajito: Esta es la última vez que nos veremos. Adiós.
Lloro instantaneamente; él me sonríe, me aleja con un gesto que indica Andá nena. Está todo bien. Con antiguo reflejo de mi infancia -en la cual nuestro abuelo fue tan severa, exigente y autoritaria presencia- obedezco a pesar de que me quiero quedar. Para contradecirlo aunque sea; alejar a la Parca con el ritual de las palabras: No digas eso abuelo. Este verano vamos al campo. No me bajonees justo ahora que me toca subir al avión. Como tantas veces hice con su mujer, que me fue anunciando su muerte -según su humor del día: inminente, o al contrario, cruelmente postergada- a lo largo de unos años, dandome la oportunidad de objetar, una y otra vez:
-No hables así abuela.
-Por qué no, si es la verdad.
-Por que yo no quiero que te vayas.
-Para qué me voy a quedar?
-Por que si te vas me va a doler mucho.
-El duelo pasa, nena. Vas a ver.
Y de vuelta:
-Uy! 89 años...si supieras como agota ser tan dura de morir...vos tratá de encontrar la salida temprano nena, haceme caso...70 como mucho...esto no te conviene nada te aviso...dame una gotita de Fernet. Uy! qué amargo que es. Me revuelve el estómago.
-Y por qué lo seguis tomando, si ni te gusta.
-Por que el Fernet después de almorzar favorece la digestión. Lo decía mi viejo.
-La suya quizá, pero capaz que a vos no te cae bien...

-Por que te gustan a vos, para qué si no.
-Son flores hermosas, no cabe duda. Pero de ahí a plantar ese rosedal kilometrico...qué idea! Es inmanejable te digo. No sé que le habrá pasado por la cabeza a ese hombre.
Así, al deplorar la supuesta extravagancia de esa magnífica carta de amor floreal, la abuela podía darse el lujo de evocar a su marido difunto sin pecar de sentimentalismo: cosa que en la Toscana se aborrece casi cuanto la idea de comer sin vino en la mesa.
Abuelo: El agua? Es para bañarse. Qué idea nena! Debe ser eso de vivir entre los yanquis. Gran pueblo, pero lo mal que comen. Qué te parece el tempranillo? Es de la cepa nueva, te diste cuenta no? Si te gusta pensaba sembrarla en el viñedo de abajo así el año que viene te llevas una caja para allá.
Abuela: Otra vez con el viñedo de abajo? Podrías parar un poco aunque sea.
Abuelo: Si le gusta a la nena, cual es el problema?
Abuela: Que te vas a reventar la espalda. Ya no tenes la edad para ir atrás de los peones todo el día.

Para la abuela: gallinas, por que le encantaban los huevos crudos recién puestos; planta de alcaparras al lado de la terraza; romero bajo los pinos atrás de la casa; rosedal. Para mi hermana: pepinos, lechuga; luego micro viña de blanco, que a ella no le gustaba el tinto. Para mi primo a sus tres años: uva sin semillas así no se las tenía que quitar. Para todos, los niños en especial: árboles de duraznos, damascos, ciruelas; y una hilera de melón en la huerta: ese lugar estriado por multiples fragancias, que acunaba delicias. Jamás, ni a su mujer, le oí decir te quiero.
Vuelvo al presente -Buenos Aires, 2008- en el que el anciano vendedor ambulante toscano se está alejando entre las mesas del café. Exactamente diez años atrás me despedía del abuelo en el living; a los pocos meses nos reuníamos en nuestro pueblo para acompañarlo en su entierro. Lloro. Siento que ha regresado para transmitirme, a su manera: No te olvides que te quiero.